martes, septiembre 9, 2025
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Una vida rota pero no perdida

Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo

Cuando nos conocimos con Ezequiel él tenía 26 años de edad, y yo aún no
había cumplido los 60. Estábamos en una reunión con unas 200 personas, y él
nos compartió un relato acerca de su vida y cómo había luchado para llegar a
este momento.

La infancia y adolescencia le resultaron etapas difíciles. La primaria la cursó
en una escuela parroquial a pocas cuadras de la casa. Le costaba la
integración con sus compañeros con quienes se peleaba con mucha
frecuencia; y varias veces le llamaron la atención por faltas al respeto a
docentes y directivos.

En la familia era moneda corriente presenciar discusiones, agresiones físicas
y verbales. Hacinamiento, alcoholismo y promiscuidad generaban un clima
insufrible. Poco se ocupaban de Ezequiel, que arrastraba esos años como una
carga pesada. Estuvo a punto de repetir el año un par de veces, pero lo
hicieron pasar para que no abandonara.

En la secundaria fue a otra escuela, esta vez de gestión estatal. La historia se
repitió con más crudeza todavía. No sé quién abandonó primero; si Ezequiel
decidió dejar o la escuela le soltó la mano. Fue algo mutuo y sin intentos por
buscar soluciones alternativas.

En casa las cosas iban de mal en peor. Él sentía que estaba de más y trataba
de quedarse lo menos posible.

La esquina, la pandilla, el consumo de alcohol y drogas, el delito. Un tobogán
preanunciado. En un momento también dijo chau a “su” casa.

Expulsado de la Escuela y de la familia, su grupo de pertenencia era tóxico
por donde se lo mirara. Se acostumbró a dormir en estaciones de trenes o de
ómnibus, comer mal, sentir frío. Se iban vislumbrando como destino “las 3
C”: calle, cárcel, cementerio. La muerte rondaba a su alrededor.

Cuando tenía 20 años se cruzó en la calle con Jeremías, ex compañero de
consumo de los primeros tiempos. Recordaba que en una noche de frío
Jeremías le había dado su campera como abrigo y ese gesto a Ezequiel le
había quedado grabado. Se saludaron con mucho afecto.

A Ezequiel le llamó la atención la sonrisa de Jeremías, que hacía dos años
había dejado el consumo de drogas. A la vez retomó los estudios y consiguió
unas changas de jardinería. Lo invitó a conocer su “nueva familia” como le
llamaba a la comunidad que le había acompañado en su camino. Ese día Eze
llegó con la vida rota. Sucio, con la salud frágil, sin expectativas, sin presente
ni futuro.

Lo recibió Mariela, trabajadora social y miembro del equipo del Hogar, que
enseguida lo presentó a otros cinco jóvenes que estaban dando la misma
pelea.

Le ofrecieron quedarse aquel día si quería y le dieron unas pocas pautas de
convivencia para esa jornada. Al caer la tarde estaba bañado y con ropa
limpia. Compartió la cena con ellos y se fue. “Mañana te esperamos de
nuevo, depende de vos.” Le había llamado la atención sobre una pared un
cuadro de Jesús Buen Pastor cargando la oveja en sus hombros.

Al concluir su testimonio contó que llevaba seis años en este camino. Me
atrajo su relato y al terminar me acerqué a conversar un rato a solas. Me
contó que su experiencia era como haber conocido el infierno. Lo marcó
mucho su historia familiar de violencia y exclusión.

En la comunidad aprendió el valor del abrazo, la caricia en la cabeza, la mano
en el hombro, la sonrisa. Experimentó la ternura de Jesús Buen Pastor que te
carga en sus hombros sin reproches.

En un momento del diálogo le pregunté si no se había acercado antes a la fe
o a alguna parroquia. Me respondió “yo pensé que Dios a los malos no nos
quería”.

Me dolió mucho esa respuesta, expresión clara de una vivencia concreta. Él
se dio cuenta de mi cara de desagrado, me tomó la mano y me dijo “pero
ahora no tengo dudas de su amor por nosotros; se jugó la vida”.

Muchos jóvenes como Ezequiel y Jeremías salen adelante. Otros cuantos, no.
Pero vale la pena el intento que tantas personas realizan con cariño.

Aun después de varios años de aquel encuentro hay imágenes o expresiones
que me quedan dando vueltas. Hay gente —demasiada gente— que siente
tocar el infierno o estar allí. Un amigo te puede salvar la vida. Ninguna vida
está tan rota para que el amor fracase. Dios envió a Jesús para buenos y
malos, justos e injustos. Hay que recibir la vida como viene. Vos podés hacer
algo por los demás.

En esta semana previa a la Jornada Mundial de los Pobres me vino evocar
esta historia.

Como escribe Francisco en su nueva Encíclica, “Su corazón abierto nos
precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para
poder amarnos y proponernos su amistad: «nos amó primero» (1 Jn 4,10).
Gracias a Jesús «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído» en ese amor (1 Jn 4,16)” (DN 1).

De lunes a viernes tendremos la Asamblea de los Obispos de la Argentina.
Acompañanos con tu oración.

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